Cuando se sentó ente aquellos, sintió una incomodidad en su
pierna derecha, una tensión habitual, de colectivo, de cuando solo queda ese
diminuto espacio que no llega a asiento completo. El anticipo a una mirada de
rabillo, libidinosa, desencadenó la bajada abrupta y prematura. No se sentía
bien y no solo por la incómoda situación. El lo notó. Sabía que no bajaba allí.
Diez años en esa línea y en cualquiera -verdaderamente- ejercitan hasta límites
esotéricos la intuición de un chofer de bondi.
Mirar por esos grandes espejos alargados, que no solo hacen posible
la tarea, con el tiempo, definen cualidades analíticas, una performance psico-profética agregada de la labor. A veces se busca la
complicidad, a veces se juega imaginando, muchas veces se advierte un estallido
en otras geografías.
El notó esa bajada, la impulsividad y las ganas de llorar.
Lo notó desde que caminaba por el pasillo. Tuvo incluso, ganas de pararse, de
pedir con amabilidad que todos “descendieran de la unidad”. Argumentando un
problema técnico, fingiría una llamada y observaría la marcha de quien se
alejaba a paso firme, pero era tarde, se movían hacía tres cuadras y en la próxima
parada se apelmazaban niños, gritos y mochilas.
Llegó a casa a pie. No estaba lejos, no entendió muy bien su
reacción y hasta había olvidado el episodio. Pensó en la irracionalidad de
algunas actitudes recientes. Pensó en contestaciones inoportunas, de mal gusto,
en su ciudad, en los últimos tiempos. Pensó seriamente cambiar de recorrido.
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